martes, 19 de febrero de 2013

Facetas del alma contemporánea


Por C. G. Jung  


Facetas del alma contemporánea

“En la segunda mitad del siglo XIX se asiste al nacimiento de una psicología “sin alma”. No se puede jugar con el espíritu de la época, pues constituye una religión, más aún, una confesión o un credo, cuya irracionalidad no deja nada que desear; tiene, además, la molesta cualidad de querer pasar por el criterio supremo de toda verdad y la pretensión de detentar el privilegio del sentido común. El espíritu de la época escapa a las categorías de la razón humana. Es una inclinación sentimental que, por motivos inconscientes, actúa con una soberana fuerza de sugestión sobre todos los espíritus débiles y los arrastra. Pensar así es popular; y, por tanto, decente, razonable, científico y normal”.

Mientras que la Edad Media, la Antigüedad e incluso la humanidad entera desde sus primeros balbuceos vivieron en la convicción de un alma sustancial, en la segunda mitad del siglo XIX se asiste al nacimiento de una psicología “sin alma”.

CON EL AUGE DEL MATERIALISMO, LA CONCIENCIA SE ENSANCHÓ, PERO DEJÓ DE CRECER EN ALTURA

Bajo la influencia del materialismo científico, todo lo que no puede verse con los ojos ni aprehenderse con las manos se pone en duda y, hasta sospechoso de metafísico, se vuelve comprometedor. Desde ese momento sólo es “científico” y, por consiguiente, admisible, lo que es manifiestamente material o lo que puede ser deducido de causas accesibles para los sentidos. Tal trastocamiento se había iniciado mucho antes, en una lenta gestación, muy anterior al materialismo.


Cuando la era gótica, que se había alzado con un impulso unánime hacia el cielo, aunque apoyándose en una base geográfica y en una concepción del mundo estrechamente circunscritas, se derrumbó, quebrantada por la catástrofe espiritual de la Reforma, la ascensión vertical del espíritu europeo se vio frenada por la expansión horizontal de la conciencia moderna. La conciencia no se desarrolló ya en altura, sino que ganó en extensión geográfica e intelectualmente. Fue la época de los grandes descubrimientos y del ensanchamiento empírico de nuestras nociones del mundo.

La creencia en la sustancialidad del espíritu cedió, poco a poco, ante una afirmación cada vez más intransigente de la sustancialidad del mundo físico, hasta que, al fin -tras una agonía de casi cuatro siglos-, los representantes más avanzados de la conciencia europea, los pensadores y los sabios, consideraron el espíritu como totalmente dependiente de la materia y de las causas materiales.

Sería un error, sin duda, imputar a la filosofía y a las ciencias naturales una inversión tan total. Siempre hubo numerosos filósofos y hombres de ciencia inteligentes que no dejaron de protestar, gracias a una suprema intuición y con toda la profundidad de su pensamiento, contra esta inversión irracional de las concepciones; pero les era difícil imponerse, perdían popularidad y su resistencia resultaba impotente para vencer la preferencia sentimental y universal que -como una marea de fondo- llevó al orden físico hasta el pináculo.

No se crea que transformaciones tan considerables en el seno de la concepción de las cosas pueden ser el fruto de reflexiones racionales; pues ¿existen acaso especulaciones racionales capaces de probar o de negar alternativamente el espíritu o la materia? Estos dos conceptos (cuyo conocimiento cabe esperar de todo contemporáneo culto) no son sino símbolos notables de factores desconocidos, cuya existencia es proclamada o abolida según los humores, los temperamentos individuales y los altibajos del espíritu de la época.

Nada impide a la especulación intelectual ver en la psique un fenómeno bioquímico complejo, reduciéndola así, en último término, a un juego de electrones, o, por el contrario, decretar que es vida espiritual la aparente ausencia de toda norma que reina en el centro del átomo. 




LA METAFÍSICA DEL ESPÍRITU CEDIÓ EL PUESTO A LA METAFÍSICA DE LA MATERIA

La metafísica del espíritu, a lo largo del siglo XIX, tuvo que ceder el puesto a una metafísica de la materia; intelectualmente hablando, esto no es más que un giro caprichoso, pero desde el punto de vista psicológico significa una revolución inaudita en la visión del mundo: el más allá toma asiento en este mundo; el fundamento de las cosas, la asignación de los fines, las significaciones últimas, no deben salir de las fronteras empíricas; si damos crédito a la razón ingenua, parece que toda la interioridad oscura se convierte en exterioridad visible, y el valor no obedece ya sino al criterio del supuesto acontecimiento.

Tratar de abordar este trastocamiento irracional por la vía de la filosofía es ir a un fracaso seguro. Es preferible abstenerse, pues si en nuestros días a alguien se le ocurre deducir la fenomenología intelectual o espiritual de la actividad glandular, puede estar seguro a priori de la estima y de la receptividad del público; si, por el contrario, alguien quisiera ver en la descomposición atómica de la materia estelar una emanación del espíritu creador del mundo, ese mismo público no haría sino deplorar la anomalía mental del autor. Y, sin embargo, estas dos explicaciones son igualmente lógicas, igualmente metafísicas, igualmente arbitrarias e igualmente simbólicas.
Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, tan lícito es hacer descender al hombre de la línea animal como a la línea animal del hombre. Pero, como es sabido, este pecado contra el espíritu de la época tuvo para Dacqué penosas consecuencias académicas. No se puede jugar con el espíritu de la época, pues constituye una religión, más aún, una confesión o un credo, cuya irracionalidad no deja nada que desear; tiene, además, la molesta cualidad de querer pasar por el criterio supremo de toda verdad y la pretensión de detentar el privilegio del sentido común.


El espíritu de la época escapa a las categorías de la razón humana. Es una penchant, o sea, una inclinación sentimental que, por motivos inconscientes, actúa con una soberana fuerza de sugestión sobre todos los espíritus débiles y los arrastra. Pensar de una manera diferente a como se piensa hoy en general tiene siempre un aire de ilegitimidad intempestiva, de aguafiestas; es, incluso, algo casi incorrecto, enfermizo y blasfematorio, que no deja de implicar graves peligros sociales para quien nada de forma tan absurda contra corriente.


En el pasado era un presupuesto evidente que todo lo que existía debía la vida a la voluntad creadora de un Dios espiritual; el siglo XIX, por su parte, ha dado a luz la verdad, no menos evidente, de la universalidad de las causas materiales. Hoy, no es la fuerza del alma la que se edifica un cuerpo, sino que, al contrario, es la materia la que, por su quimica, engendra un alma.


Este cambio radical haría sonreír si no fuera una de las verdades cardinales del espíritu de la época. Pensar así es popular; y, por tanto, decente, razonable, científico y normal. El espíritu debe ser concebido como un epifenómeno de la materia. Todo contribuye a esta concepción, incluso cuando en lugar de hablar de “espíritu” se dice “psique”, y en vez de materia “el cerebro”, “las hormonas”, “los instintos”, “las pulsiones”. El espíritu de la época se niega a conceder una sustancialidad propia al alma, ya que, a sus ojos, ello sería una herejía.

LA CONCIENCIA CONTEMPORÁNEA AÚN NO HA DESCUBIERTO QUE EL MATERIALISMO ES TAN PRESUNTUOSO COMO EL ESPIRITUALISMO

Hemos descubierto hoy que nuestros antepasados se abandonaban a una presunción intelectual arbitraria: suponían que el hombre posee un alma sustancial, de naturaleza divina y, por consiguiente, inmortal; que una fuerza propia del alma edifica el cuerpo, mantiene su vida, cura sus males, haciendo el alma capaz de una existencia extracorporal; que existen espíritus incorpóreos, con los que el alma tiene relaciones, y un mundo espiritual más allá de nuestro mundo empírico, que confiere al alma una ciencia de las cosas espirituales, cuyos orígenes no se podría encontrar en el mundo visible.

Pero nuestra conciencia contemporánea no ha descubierto todavía que es igualmente presuntuoso y fantástico admitir que la materia es, de modo natural, generadora del alma; que los hombres descienden del mono; que la Crítica de la razón pura de Kant ha surgido de una mezcla armoniosa de hambre, amor y voluntad de poder; que las células cerebrales engendran los pensamientos; admitir, en fin, que todo esto obedece a la necesidad de las cosas últimas, y que no podría ser de otro modo.


Pues, ¿qué es en el fondo esta materia todopoderosa? Es, todavía, un Dios creador, pero despojado de su antropomorfismo y vertido, a cambio, en el molde de un concepto universal cuya significación cada cual cree penetrar. Cierto es que la conciencia general ha adquirido una extensión inmensa, pero por desgracia sólo desde el punto de vista del espacio y no del de la duración; si no fuera así, nuestro sentimiento histórico sería mucho más vivaz.

Si nuestra conciencia general no fuera puramente efímera, y tuviese al menos un poco de sentido histórico, sabríamos que en la época de la filosofía griega hubo transformaciones análogas de la divinidad, transformaciones que podrían suscitar algunas críticas a propósito de nuestra filosofía contemporánea. Pero el espíritu de la época se opone con violencia a estas reflexiones. La historia, para él, no es más que un arsenal de argumentos utilizables que permiten, por ejemplo, decir: ya el viejo Aristóteles sabía que…, etcétera.


Semejante situación obliga a que nos preguntemos sinceramente de dónde proviene la inquietante potencia del espíritu de la época. Sin duda alguna, constituye un fenómeno psíquico de importancia primordial, un prejuicio; por tanto, un prejuicio tan esencial en todos los casos, que no podremos llegar al problema del alma sin haber pasado por sus horcas caudinas.



* * *
CARL GUSTAV JUNG (1875-1961), Facetas del alma contemporánea (1ª parte). Conferencia pronunciada en Viena, en 1931. Alianza Editorial, Los complejos y el inconsciente, 2005. Traductor: Jesús López Pacheco. [FD, 15/07/2007]


No hay comentarios:

Publicar un comentario